2019-11-28Con la experiencia, el ingeniero de minas aprendió a manejar el protocolo con las comunidades, donde el respeto y la escucha son prioridades.A Juan Carlos Ortiz lo salvó una mina. Visitaba la mina de Yauliyacu, cuando Sendero Luminoso atacó la zona. “Había volado la estación eléctrica y debíamos subir 300 metros por escalera vertical”, recuerda el actual gerente de operaciones de Buenaventura sobre su época de estudiante.Pocos estaban motivados a estudiar minería en la época del terrorismo. De hecho, Ortiz fue el único ingeniero de minas en graduarse en 1992. “La facultad estaba a punto de cerrar”, señala. Pero cuando la industria empezó a despegar, ofertas laborales eran lo que menos le faltaba a Ortiz. Así, el también director del Instituto de Ingenieros de Minas pasó sus días en minas de todo el país. En ese largo recorrido, en el 2005, ocupó la gerencia corporativa de proyectos en Urion del Perú. Allí hizo algo distinto: empezar una mina desde cero: “Era la primera vez que lideraba un equipo, negociaba con comunidades y gestionaba permisos ante el Gobierno”.LeccionesAl relacionarse con las comunidades, “la palabra clave es respeto”. A Ortiz le costó entender que las reuniones no podían ser antes de las 6 p.m., cuando la gente puede dejar el campo. Y debía estar preparado para que las sesiones se extendieran hasta el día siguiente. “Tienes que prepararte para no mirar el reloj. Cada tema tiene una rueda de 20 participaciones. Ellos quieren contar sus problemas. Y debes escuchar”.Necesitaba también asesores de comunidades. “No nos iba muy bien. Pasaban nueve meses y no resolvíamos la negociación”, detalla. Entonces contrataron antropólogos y sociólogos. Les explicaron que la palabra millón no existía en el quechua. Así que intentar negociar la compra de terrenos por ese monto era incomprensible. “Es como si me ofrecieran comprar mi casa por cuatro millones de granos de arena. ¿Cuánto es eso? ¿Lo que entra en una mano o en una playa?”, explica.La comunidad lee por eso el lenguaje corporal. “No puedes estar tranquilo como quien juega póker”, señala. Tras la negociación 40, la comunidad le reclamaba no llegar a ningún acuerdo. Fue entonces que Ortiz decidió aplicar el entrenamiento que recibió: “Lo escuché y me despedí. Gracias por haberme acogido, pero la compañía ha decidido no contar con mis servicios más”.Detrás salieron las mujeres e intentaron detenerlo. “Mi carro sale mañana temprano a Lima”, se disculpaba Ortiz. Hasta que detuvieron la camioneta donde se iba. “Suba a la sala, por favor. Hemos aceptado su propuesta”, le dijeron.Así, Ortiz empezó a comprender mejor la forma de interactuar. “Teníamos que comparar los montos que negociábamos con cantidad de chacras, por ejemplo. Y ser precisos en las dimensiones de estas, pero no en términos técnicos, sino comparando con la del señor José o la señora María”, cuenta.Asimismo, fue necesario entender que no existía precio que pagar por un terreno de valor cultural para la comunidad. “Así sea el mejor lugar para construir, si ellos hacen su feria o reúnen allí su ganado, no te van a dejar. Lo importante es ponerse en sus zapatos”, concluye el ingeniero.
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