227 226 La Tierra y sus minerales junto a él, se desanimó. Pasó la noche al borde del río y decidió intentar la subida al día siguiente, acompañado solo de su alpaca más fuerte, llamada Naranja. La mañana amaneció lluviosa, y Tinkuy no pudo hablar con su amigo el Sol. Encomendó el cuidado de las ovejas a las demás alpacas y comenzó a subir la montaña. Subió durante toda la mañana, pero el Sol seguía sin aparecer, y la lluvia se hacía cada vez más intensa. Naranja le advertía sobre el peligro y expresaba su preocupación por sus compañeras, pero Tinkuy seguía pensando que pronto encontrarían el oro. Escarbaba bajo las piedras y buscaba en el suelo, pero no encontraba nada. Tinkuy persistió en su búsqueda, hasta que Naranja le dijo que los truenos y rayos debían estar asustando mucho a sus amigas. Fue entonces cuando decidió volver para cuidar de sus ovejas y alpacas. Al llegar al río, solo encontraron a una alpaca empapada y llorando. Esta les contó lo sucedido, y los tres emprendieron el camino río abajo en busca de las demás. Unos kilómetros más adelante, encontraron a dos de las alpacas atrapadas entre las rocas, muy malheridas, pero vivas. Las rescataron y las pusieron a salvo. Continuaron buscando y se encontraron con una mezcla de lodo y lana: era otra alpaca, herida y casi ahogada, que les contó que no pudo salvar a las ovejas, pues el río se las había llevado. Tinkuy buscó durante toda la noche, pero no pudo encontrarlas. Al día siguiente, la lluvia cesó y el Sol volvió a brillar radiante. Sin embargo, Tinkuy y sus amigas estaban muy tristes. El Sol, al enterarse de lo sucedido, le preguntó a Tinkuy qué había ocurrido. Tinkuy le confesó que, por buscar oro, había perdido a sus amigas para siempre. Le prometió que nunca más volvería a buscar oro, pues su ambición había causado la muerte de sus queridas ovejas. Se culpaba por haber querido obtener esas piedras que brillaban como el Sol, en lugar de cuidar de sus amigas. Tinkuy abandonó las pampas de Ananea y partió en busca del aroma que emanaban sus ovejas, con la esperanza de poder recordarlas por siempre en su memoria. El Sol, que también extrañaba la agradable compañía y el olor de las ovejas, se sintió muy triste al ver partir a su amigo y comenzó a llorar. Esas lágrimas, al caer sobre la montaña, se convirtieron en oro. Hasta el día de hoy, las montañas de Ananea están cargadas de oro, y la gente acude en busca de ese preciado mineral, dejando atrás a sus amigos y familias por encontrar el oro que brilla como el Sol. Tinkuy
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